MULTIVAC
Isaac Asimov
La mayor
industria de la Tierra giraba alrededor de Multivac... Multivac, el computador
gigante que se había ido desarrollando durante cincuenta años, hasta abarcar
con sus diversas ramificaciones Washington D. C, sus suburbios y, más tarde,
rodear con sus tentáculos todas las ciudades y poblaciones de la Tierra.
Un ejército de
funcionarios civiles le alimentaban constantemente con datos, mientras que otro
correlacionaba e interpretaba las respuestas obtenidas. Un cuerpo de ingenieros
patrullaba por su interior, y toda una organización de minas y factorías se
esforzaba en mantener la reserva de sus piezas de repuesto siempre completa,
siempre segura, siempre satisfactoria.
Multivac dirigía
la economía de la Tierra y prestaba ayuda a su ciencia. Y su aspecto más
importante era el edificio central, archivo de todos los hechos conocidos sobre
cada habitante terrestre.
Formaba parte de
los deberes diarios de Multivac la recepción de los cuatro mil millones de
series de hechos sobre los seres humanos, las cuales llenaban sus entrañas y
eran seleccionadas para el día siguiente. Cada departamento de Corrección de la
Tierra recibía los datos concernientes a su zona de jurisdicción; este cuerpo
de informaciones quedaba en su totalidad registrado en la Junta Central de
Correcciones, en Washington D. C.
Bernard Gulliman
se hallaba en la cuarta semana de su mandato de un año como presidente de la
Junta Central de Correcciones, cargo en el que había aprendido a aceptar los
informes matutinos con indiferencia, sin miedo o asombro. Como de costumbre,
éstos consistían en un grueso paquete de hojas; nadie esperaba que leyese todo
aquello (ningún ser humano habría podido hacerlo), pero aun así le resultaba
divertido echarles una ojeada.
Allí estaba la
acostumbrada lista de delitos previsibles: fraudes de toda clase, raterías,
motines, revueltas , asesinatos, envenenamientos, etcétera.
Buscó un
epígrafe concreto v sintió una ligera sorpresa al hallarlo de inmediato, y por
partida doble. Dos asesinatos en primer grado. Durante su mandato como
presidente nunca había visto dos casos en un solo día.
Oprimió el botón
de comunicación interior y esperó a que apareciese en la pequeña pantalla el
apacible rostro de su coordinador.
—Alí —pidió
Gulliman—. Hoy tenemos dos casos de primer grado. ¿Algún problema que se salga
de lo corriente?
—No, señor.
—Parecía inquieto aquel rostro de piel oscura en el que brillaban unos ojos muy
negros. Tras una ligera pausa, el coordinador añadió—: Ambos casos tienen una
probabilidad muy baja.
—Lo sé —replicó
Gulliman—. He observado que ninguna de las probabilidades excede de un 15 por
ciento. Pero es preciso mantener la reputación de Multivac. Ha hecho
desaparecer prácticamente el crimen, lo que la población atribuye a su
previsión de asesinatos en primer grado, que constituyen, por supuesto, los
crímenes más espectaculares.
Alí Othman
asintió con un movimiento de cabeza v respondió:
—Sí, señor, me
doy perfecta cuenta de ello.
—Espero que
también se dé usted cuenta de que no quiero que surja un solo caso consumado de
este género durante mi mandato. De cometerse otra clase de delitos, puedo
aceptar disculpas. Pero si se da un asesinato en primer grado, le arrancaré a
usted el pellejo. ¿Está claro?
—Sí, señor. Los
análisis completos de los dos posibles asesinatos ya se hallan en sus
correspondientes oficinas de distrito. Están también bajo observación los
presuntos criminales y sus víctimas. He vuelto a comprobar las posibilidades de
consumación y de hecho están disminuyendo.
—Muy bien
—respondió Gulliman, cortando la comunicación.
Volvió a
examinar la lista con la sensación de que quizá se había excedido con su
coordinador. Pero debía mostrar completa firme¬za con todos los funcionarios
del servicio permanente, para que no imaginasen que lo dirigían todo, incluso
al presidente; en particular con Othman, que trabajaba en Multivac desde muy
joven y que, a veces, mostraba un aire de propietario capaz de crispar los
nervios.
El problema del
delito constituía para Gulliman la oportunidad política de toda su vida. Hasta
entonces ningún presidente había disfrutado de su mandato sin que en algún
punto de la Tierra se cometiese un asesinato. El presidente anterior había
terminado su mandato con ocho crímenes, tres más que los habidos durante el
régimen de su predecesor.
Gulliman
pretendía que no se diese ninguno mientras ocupara la presidencia. Había
decidido ser el primer presidente bajo cuyo gobierno no se cometiese asesinato
alguno en la Tierra. Después de esto, con la favorable propaganda que
seguiría...
Apenas estudió
el resto del informe. Calculó que había por lo menos dos mil casos de posibles
palizas de maridos a sus esposas. Indudablemente no todas se consumarían. La
incidencia estaba disminuyendo y las consumaciones descendían con rapidez aún
mayor. Multivac había añadido a su lista de posibles delitos las palizas que
sufrían las esposas; sólo hacía cinco años de ello y el hombre de la calle aún
no se había acostumbrado al pensamiento de que golpear a su mujer constituía
una falta que llegaría a conocerse por anticipado. Cuando fuera así, las
esposas ya no sufrirían más que algunos golpes, que pronto dejarían de recibir.
Gulliman observó
también que en la lista figuraban algunas palizas a maridos.
Alí Othman cerró
las conexiones y miró a la pequeña pantalla, donde acababa de desaparecer la
calva cabeza de Gulliman. Luego se dirigió a su ayudante Rafe Leemy y preguntó:
— ¿Qué hacemos?
—No me
preguntes. Está muy preocupado... y total por uno o dos estúpidos asesinatos.
—Es un mal
asunto tener que llevar todo esto por nuestra cuenta. Si se lo decimos, estoy
seguro de que sufrirá un ataque de ira espantoso. Estos políticos tienen que
pensar en su pellejo, de manera que sería muy capaz de empeorar nuestra
situación.
Leemy asintió
con un movimiento de cabeza y se mordió el labio inferior. Luego comentó:
—La cuestión
es... ¿y si fallamos? Sería algo parecido al fin del mundo..., ya lo sabes.
—Si fallamos, ¿a
quién le importa lo que nos pueda suceder? Formamos parte de la catástrofe
general.. . —Se detuvo para añadir luego con tono más optimista—: Pero ¡qué
diablos!, la probabilidad sólo es de un 12,3 por ciento. Por lo demás, a
excepción del asesinato, podemos permitir que las probabilidades aumenten un
poco antes de emprender la iniciativa. Todavía podría producirse una corrección
espontánea.
—Yo no contaría
con ella — ¡cortó Leemy secamente.
—Tampoco yo
trato de hacerlo. No hago más que señalar un hecho. Ante esta probabilidad
sugiero que nos limitemos por ahora a observar. Nadie podría planear por sí
solo un delito como éste; tiene que haber cómplices.
—Multivac no
descubrió ninguno.
—Lo sé..., pero
aun así...
Los dos hombres
estudiaron entonces los detalles del crimen, no incluidos en la lista entregada
a Gulliman; el único delito peor que un asesinato en primer grado, y el único
delito jamás intentado antes en toda la historia de Multivac. No sabían qué
hacer.
Ben Manners se
consideraba el muchacho de dieciséis años más feliz de Baltimore. Quizá esto no
fuese cierto, pero sí lo eran su felicidad y emoción.
Le habían
elegido para formar parte del grupo autorizado para presenciar en el estadio la
jura de los jóvenes adultos. Su hermano mayor, de dieciocho años, iba a prestar
juramento, por lo que sus padres habían solicitado una entrada de espectador,
permitiendo a Ben que también lo hiciese. Pero de todos los solicitantes
Multivac eligió al chico. Dos años más tarde Ben tendría que prestar juramento,
pero entonces resultaba agradable contemplar cómo lo hacía su hermano mayor
Michael.
Sus padres le
habían vestido (o al menos supervisado el atuendo) con el mayor cuidado, como
representante de la familia, entregándole numerosos mensajes para Michael,
quien días antes había partido para someterse al examen físico y neurológico.
El estadio se
hallaba en las afueras de la ciudad. Ben, que no cabía en sí de orgullo, fue
conducido hacia su asiento. Debajo de él se hallaban cientos y cientos de
muchachos de dieciocho años de edad (los varones a la derecha y las hembras a
la izquierda), todos ellos del segundo distrito de Baltimore. Varias veces al
año se celebraban en todo el mundo reuniones similares, pero aquélla era la de
Baltimore, es decir, la más importante. Más abajo (en algún lugar) estaría
Mike, el propio hermano de Ben.
Ben contempló
aquel mar de cabezas con la ilusoria esperanza de reconocer a su
hermano . No lo
logró por supuesto. Un hombre subió a una elevada plataforma que se alzaba
frente a la multitud y Ben prestó atención. El hombre dijo:
—Buenas
tardes..., buenas tardes a todos cuantos vais a jurar y también a los
invitados. Me llamo Randolph T. Hoch, y soy el encargado de las ceremonias de
Baltimore este año. Quienes van a prestar juramento ya me conocen personalmente
por haberse entrevistado conmigo durante las pruebas físicas y neurológicas del
examen. La mayor parte de nuestra labor ya está cumplida, pero aún queda lo más
importante. Los que van a prestar juramento, sus personalidades, tienen que
in¬gresar en los registros de Multivac.
"Cada año
esto requiere una explicación para los jóvenes que han alcanzado la edad
adulta...
El hombre se
detuvo y se volvió hacia la multitud de jóvenes, apartando así su mirada de la
galena, y continuó:
—... Hasta ahora
no erais adultos..., o al menos no lo erais para Multivac, excepto quienes
fuisteis designados como tales por vuestros padres o por el Gobierno.
"Hasta
ahora, hasta este momento en que es preciso iniciar la información anual,
fueron vuestros padres los que proporcionaban los datos necesarios sobre todos
vosotros. Pero repito que ha llegado el momento en el que os encargaréis
vosotros mismos de hacerlo. Y esto constituye un gran honor, una gran responsabilidad.
Vuestros padres nos han dicho lo que estudiabais, qué enfermedades habéis
padecido y cuáles son vuestros hábitos; muchas cosas. Pero ahora vosotros
debéis decirnos mucho más; vuestros pensamientos más íntimos, vuestros deseos
más secretos.
"Esto al
principio, será un poco duro de cumplir, e incluso os resultará violentó, pero
es preciso hacerlo. En cuanto lo hagáis, Multivac poseerá en sus archivos un
completo análisis de todos vosotros. Multivac comprenderá vuestros actos y
reacciones. Incluso podrá adivinar con bastante exactitud vuestras acciones y
reacciones futuras.
"De esta
forma, Multivac os protegerá. Si os halláis en peligro de accidente, Multivac
lo sabrá. Si alguien proyecta haceros daño, también lo descubrirá. Y si sois
vosotros los que proyectáis hacer daño, Multivac os denunciará y seréis
detenidos a tiempo para evitaros el castigo.
"Con estos
conocimientos acerca de todos vosotros, Multivac podrá ayudar a la Tierra en la
planificación de su economía v sus leyes para el bien de todos. Si tenéis algún
problema
personal, podréis exponerlo a Multivac, que os avudará eficazmente en su
resolución.
"Ahora
tenéis que rellenar muchos impresos. Pensad cuidadosamente y responded a todas
las preguntas con la mayor exactitud posible. Que no os coarte la vergüenza o
la precaución. Nadie conocerá en ningún momento vuestras respuestas, excepto
Multivac, a no ser que se haga necesario revelarlas para vuestra protección. En
tal caso, sólo ciertos funcionarios del Gobierno serán autorizados para ello.
"Puede
ocurrir que en determinado momento tratéis de ocultar un poco la verdad, pero
no lo hagáis. Porque lo descubriremos. El conjunto de todas vuestras respuestas
forman un modelo. Si algunas de ellas son falsas, no encajarán en él y Multivac
inmediatamente lo acusará. Por ello debéis decir la verdad en todo instante.
Todo se efectuó
en escaso tiempo. La respuesta a los impresos, las ceremonias y los discursos.
Por la tarde, a última hora, alzándose de puntillas, Ben, por fin, localizó a
Michael, que aún vestía la toga que había usado en el "desfile de los
adultos". Los dos hermanos se saludaron con júbilo.
Compartieron una
cena ligera, para luego tomar el transporte especial que les llevaría
a casa, todavía
alegres y satisfechos por la grandeza de aquel día.
No estaban
preparados para la terrible sorpresa que les aguardaba. Ambos fueron detenidos
en su camino por un joven uniformado, de rostro frío, que vigilaba la entrada
principal) de la casa; inspeccionó sus documentos antes de permitirles el
acceso a su propio hogar. Hallaron a sus padres sentados en la sala de estar,
con una expresión de la tragedia en sus rostros.
Joseph Manners,
súbitamente envejecido desde aquella mañana, miró con ojos llenos de tristeza a
sus hijos (uno de ellos aún sostenía sobre un brazo la toga indicativa de su
condición de adulto) y suspiró:
—Parece ser que
me encuentro bajo arresto domiciliario.
Bernard Gulliman
no leyó todo el informe. Se limitó al resumen final, e hizo bien.
Al parecer, toda
una generación se había desarrollado acostumbrada al hecho de que Multivac
pudiese predecir la comisión de delitos de importancia. Todo el mundo sabía,
pues, que los agentes de Correcciones se hallarían en el lugar preciso antes de
que el delito se pudiera cometer. Y todo el mundo también sabía que la comisión
de un delito conducía inevitablemente a su castigo. Poco a poco se fueron
convenciendo de que nadie podía engañar a Multivac.
El lógico
resultado fue que hasta la simple intención de cometer un delito desapareció. Y
a medida que tales intenciones disminuían y aumentaba la capacidad de Multivac,
sólo figuraba en la lista de cada mañana la probabilidad de delitos menores.
Según esto,
Gulliman había ordenado un análisis (realizado por Multivac, naturalmente)
sobre la capacidad de Multivac para predecir las probabilidades de incidencia
de las enfermedades. Los médicos podrían entonces prepararse de antemano para
atender a todos aquellos pacientes que podrían padecer diabetes un año más
tarde, sufrir un ataque de tuberculosis o ser víctimas del cáncer.
¡Y el informe
era favorable!
Al llegar a la
lista de los posibles delitos del día, no figuraba en ella ni un solo asesinato
en primer grado.
—Othman, ¿qué
relación guardan los delitos de la semana pasada con los de mi primera como
presidente?
Habían
descendido en un 8 por ciento y Gulliman se sentía feliz. No era culpa suya,
por supuesto, si los electores no llegaban a enterarse. Bendijo su suerte por
llegar al cargo en el momento más oportuno, cuando Multivac funcionaba a pleno
rendimiento, cuando hasta las enfermedades podían sujetarse también a una
exacta previsión.
Gulliman también
obtendría beneficio de ello.
Othman se
encogió de hombros.
—Bien, se
siente) feliz —declaró.
— ¿Cuándo
hacemos estallar la bomba? —preguntó Leemy—. Al poner a Manners bajo
observación, aumentaron las probabilidades, y su arresto las ha hecho aumentar
aún más.
— ¿Acaso no lo
sé? —replicó Othman malhumorado—. Lo que ignoro es el motivo.
—Cómplices...,
tal vez sea como dices. Si Manners se halla en dificultades, los otros tienen
que dar el golpe en seguida o estarán perdidos.
—Quizá sea todo
lo contrario. Habiendo detenido a uno, los demás buscarán la seguridad y
desaparecerán. Además, ¿por qué no ha mencionado Multivac a los cómplices?
—Bien...,
entonces, ¿se lo decimos a Gulliman?
—No, todavía no.
La probabilidad es aun de 17,3 por ciento. Dejemos que aumente un poco más.
Elizabeth
Manners rogó a su hijo mas joven:
—Retírate a tu
cuarto, Ben.
—Pero. .. ¿qué
sucede, mamá? —interrogó Ben con voz quebrada ante aquel final de un día
glorioso.
— ¡Por favor!
El muchacho se
marchó de mala gana, atravesando el umbral de la puerta hasta las escaleras,
que subió ostentosamente. Luego volvió a descender sin hacer el menor ruido.
Mike Manners, el
hijo mayor, recién declarado adulto y esperanza de la familia, preguntó con un
tono de voz que parecía eco de la de su hermano:
— ¿Qué ha
pasado?
Joe Manners
respondió:
—Pongo al cielo
por testigo, hijo, que no lo sé. Yo no he hecho nada.
—Ya sé que no
has hecho nada —dijo Mike, mirando asombrado a su padre—. Si han venido aquí es
porque piensas hacer algo.
—No es cierto.
La señora
Manners les interrumpió indignada:
— ¿Cómo puede
pensar en hacer algo... que sea causa de todo esto?
Y al pronunciar
estas palabras hizo un gesto con un brazo, señalando hacia los agentes del
Gobierno que rodeaban la casa. Después añadió:
—Cuando era
niña, recuerdo al padre de una amiga mía..., trabajaba en un Banco, y una vez
le llamaron para decirle que no tocase el dinero y así lo hizo. Se trataba de
cincuenta mil dólares. En realidad no los había cogido, pero pensaba hacerlo.
En aquellos días no se guardaba silencio sobre estas cosas como se hace hoy.
Las historias de esta clase siempre trascendían. Por eso la llegué a conocer
yo.
La señora
Manners hizo una breve pausa y prosiguió:
—Me refiero a
que se trataba de cincuenta mil dólares... —Se retorció las manos regordetas—.
...¡Cincuenta mil dólares!... Y sin embargo, todo cuanto hicieron fue
advertirle..., una simple llamada telefónica. Pero ¿qué podría planear tu padre
para obligarles a enviar una docena de hombres y cerrar la casa?
Joe Manners
murmuró con ojos en los que se reflejaba el dolor:
—No he pensado
cometer ningún delito..., ni el más mínimo. Lo juro.
Mike, consciente
de su condición de adulto, dijo:
—Puede que sea
algo subconsciente, papá. ;Algún resentimiento en contra de tu supervisor.
— ¿Hasta el
extremo de querer matarle? ¡No!
— ¿No te han
dicho de lo que se trata, papá?
Su madre le
interrumpió nuevamente:
—No, no quieren.
Ya lo hemos preguntado. Les dije que estaban arruinando nuestra posición social
con su sola presencia. Que lo menos que podían hacer era explicarnos lo que
ocurría, para hacer algo.
— ¿Y no han
hecho caso?
—No han hecho el
menor caso.
Mike se hallaba
en pie con ambas piernas separadas y las manos metidas en los bolsillos. Al
cabo de un momento dijo, muy preocupado:
—Mamá...,
Multivac no comete errores.
Su padre dio un
fuerte puñetazo sobre el brazo del sofá.
— ¡Te digo que
no estoy proyectando ningún delito!
La puerta se
abrió sin que nadie llamara y entró un hombre uniformado con paso firme y lleno
de autoridad.
Preguntó:
— ¿Es usted
Joseph Manners?
El interpelado
se puso en pie.
—Sí —contestó-—.
¿Qué desean de mí?
—Joseph Manners,
le detengo por orden del Gobierno.
Y tras pronunciar
estas últimas palabras mostró su tarjeta de funcionario de Correcciones. Luego
añadió:
—... Debo
rogarle que me acompañe.
— ¿Por qué
razón? ¿Qué he hecho?
—No estoy
autorizado.
—Pero... no se
me puede detener por proyectar un delito, aun cuando eso fuera cierto. Tengo
que haber hecho algo, de lo contrario, no puede usted detenerme. Va en contra
de la ley.
El funcionario
se mostró impermeable a la lógica.
--Tendrá usted
que acompañarme —repitió.
La señora
Manners lanzó un grito y se dejó caer sobre el diván, sollozando
histéricamente. Joseph Manners no podía violar el código al que se había
sujetado toda su vida y resistirse a un funcionario del Gobierno, pero se echó
hacia atrás obligando al funcionario de Correciones a emplear su fuerza para hacerle
avanzar.
Y Manners gritó
al irse:
— ¡Pero dígame
de qué se trata! Dígamelo..., si yo lo supiera..., ¿es un asesinato? ¿Se supone
que estoy proyectando asesinar a alguien?
La puerta se
cerró tras él. Mike Manners, con el rostro muy pálido, miró hacia ella y luego
a su madre, que no había dejado de llorar.
Ben Manners,
sintiéndose súbitamente adulto, apretó los labios. Creía saber lo que tenía que
hacer.
Si Multivac
podía detener a las personas, también podía libertarlas. Ben había presenciado
las ceremonias aquel mismo día. Había escuchado las palabras de aquel hombre
llamado Randolph Hoch sobre Multivac, y sobre las facultades del computador.
Podía dirigir el Gobierno, y al mismo tiempo abandonar su estado oficial en
ayuda de cualquier ciudadano corriente que lo precisara.
Cualquiera podía
solicitar ayuda a Multivac y ese cualquiera sería él. Ni su madre ni Mike
estaban en condiciones de detenerle en aquel momento, y aún le quedaba algún
dinero del que le habían entregado para la fiesta de aquel día. Si más tarde le
descubrían y se preocupaban por su marcha, no tenía remedio. En aquel preciso
momento tenía que ser fiel a su padre.
Salió por la
parte trasera de la casa; el funcionario allí apostado examinó sus documentos y
le permitió la salida.
Harold Quimby
era quien dirigía el departamento de reclamaciones de la subestación de
Multivac en Baltímore. Se consideraba a sí mismo miembro de la más importante
rama del servicio civil. En cierto modo no le faltaba razón, y todos aquellos
que le oían disertar sobre el tema terminaban por impresionarse.
Quimby aseguraba
que Multivac era una especie de invasor de la vida privada. La humanidad debía
reconocer que en los últimos cincuenta años sus pensamientos e impulsos habían
dejado ya de constituir factores secretos, y que, por lo tanto, ya no poseía
rincones ocultos donde poder guardar algo. La humanidad tenía que recibir algo
a cambio.
Aunque gozara de
prosperidad, de paz y de seguridad, todas ellas eran cosas abstractas. Cada
hombre y cada mujer necesitaban de algo personal a cambio de su intimidad, y lo
habían conseguido. Una estación de Multivac se hallaba al alcance de cada ser
donde se podían formular consultas libremente sin sufrir controles ni
impedimentos de ninguna clase, donde, al cabo de unos minutos, era posible
recibir las respuestas adecuadas.
En cualquier
momento dado cinco millones de circuitos individuales, entre los miles de
millones que poseía Multivac, podían verse trabajando en este programa de
preguntas y respuestas. La solución no siempre era segura, pero sí la más
aproximada posible. Cada consultante lo sabía, y, por lo tanto, tenía fe en
ella. Esto era lo importante.
Un ansioso
muchacho de dieciséis años se hallaba entonces en aquella cola de personas que
avanzaba lentamente, en cuyos rostros se reflejaban la esperanza, la ansiedad e
incluso la angustia..., aun cuando predominaba la esperanza a medida que el
interesado se acercaba más y más a Multivac.
Sin alzar la
cabeza, Quimby tomó el impreso que le entregaban y dijo:
-Cabina 5-B.
Ben preguntó:
— ¿Cómo hago la
pregunta, señor?
Quimby alzó la
cabeza un tanto sorprendido. Los chicos que no habían jurado su condición de
adultos muy rara vez hacían uso del servicio. A su vez, preguntó con
amabilidad:
— ¿Has hecho
esto alguna vez antes de ahora, hijo?
—No, señor.
Quimbv señaló el
modelo que se hallaba sobre su mesa.
—Usarás esto...,
¿ves cómo funciona? Exactamente igual que una máquina de escribir. No trates de
escribir o imprimir algo a mano. Usa la máquina. Ahora vete a la cabina 5-B y
si necesitas algo, oprime el botón rojo y alguien acudirá en tu ayuda. Por ese
pasillo, hijo..., a la derecha.
Contempló cómo
el muchacho se alejaba por el corredor y, al perderlo de vista, sonrió. Nadie
era rechazado por Multivac. Siempre existía, como es lógico, porcentaje de
trivialidad: personas que hacían preguntas excesivamente personales acerca de
sus vecinos o formulaban cuestiones obscenas sobre prominentes personalidades,
o colegiales que trataban de averiguar los pensamientos de sus maestros o creían
dejar mal a Multivac interrogándolo sobre las" teorías sociales de
Russell, y así sucesivamente.
Multivac podía
ocuparse muy bien de todo. Y no necesitaba la menor ayuda para ello.
Por otra parte,
cada pregunta y cada respuesta quedaban archivadas, formando otra partida más
del conjunto de informes concernientes a cada individuo. Hasta la pregunta más
trivial o impertinente, en cuanto reflejaba la personalidad de consultante,
servía también a Multivac para conocer mejor a su condición humana.
Quimby concentró
su atención en la siguiente persona de la cola, una mujer de edad mediana,
delgada y de facciones angulosas, con mirada en la que se reflejaba una gran
preocupación.
Alí Othman
paseaba por su despacho, hundiendo desesperadamente los talones en la gruesa
alfombra.
—La probabilidad
sigue ascendiendo. Ahora llega al 22,4 por ciento —dijo—. ¡Maldita sea! Hemos
detenido a Joseph Manners v, sin embargo, aumenta la probabilidad.
Alí Othman
transpiraba en abundancia.
Leemy le miró
desde el lugar donde se hallaba el teléfono.
—No hay
confesión todavía. Se encuentra bajo Prueba Psíquica y no hay señales de
delito. Quizá esté diciendo la verdad.
Othman preguntó:
—Entonces...,
¿es que Multivac sufre un ataque de locura?
Sonó otro
teléfono y Othman estableció las conexiones con celeridad, alegrándose de la
interrupción. El rostro de un funcionario de Correcciones apareció en la
pequeña pantalla, y dijo:
—Señor, ¿hay
nuevas instrucciones con respecto a la familia Manners? ¿Se les puede permitir
libre tránsito como hasta ahora?
— ¿Qué quiere
usted decir con eso de como hasta ahora?
—Las
instrucciones originales se referían exclusivamente a la detención de Joseph
Manners. Nada se dijo acerca del resto de la fami¬lia, señor.
—Bien, pues,
extienda esas instrucciones al resto de la familia, mientras no se le informe a
usted de otra cosa.
—Señor, ésa es
la cuestión. La madre y el hijo mayor exigen información sobre el hijo menor.
Se ha ido y creen que ha sido detenido también. Desean ir a la central para
saber algo sobre él.
Othman frunció
el ceño y preguntó casi en un susurro: — ¿El hijo menor? ¿Qué edad tiene?
—Dieciséis años, señor. —Dieciséis años y se ha ido. ¿No sabe usted adonde?
—Se le permitió
salir de la casa, señor. No había órdenes en contra.
—No se retire
del teléfono..., no se mueva de ahí.
Othman dejó el
auricular sobre la mesa y luego se llevó ambas manos a la cabeza exclamando:
— ¡Imbécil! ...
¡Imbécil! ... ¡Imbécil!
Leemy dio un
respingo de sorpresa.
— ¿Qué diablos
ocurre... ? —preguntó.
—El hombre tiene
un hijo de dieciséis años —respondió Othman con excitación—. Un chico de
dieciséis años no es un adulto y no tiene archivo independiente en Multivac,
sino sólo dentro del expendiente de su padre...
Othman se detuvo
y miró a Leemy, para añadir a continuación:
— ¿No sabe todo
el mundo que hasta los dieciocho años de edad un joven no archiva sus propios
informes con Multivac, sino que es su padre quien lo, hace por él? ¿Acaso no lo
sé yo? ¿Acaso lo ignoras tú?
— ¿Quieres decir
que Multivac no se refirió para nada a Joe Manners? —preguntó Leemy.
—Multivac se refería a su hijo menor, y ha desaparecido. Con un numeroso grupo de funcionarios rodeando la casa, el chico sale de ella tranquilamente y sabe Dios por dónde anda ahora.
—Multivac se refería a su hijo menor, y ha desaparecido. Con un numeroso grupo de funcionarios rodeando la casa, el chico sale de ella tranquilamente y sabe Dios por dónde anda ahora.
Othman se volvió
de nuevo hasta al circuito telefónico, en cuya pequeña pantalla aún aparecía el
rostro del funcionario de Correcciones. Aquel minuto de tiempo había sido pausa
suficiente para que Othman se recuperase y asumiera su acostumbrado aspecto de
impasibilidad (no hubiese sido conveniente exteriorizar ninguna emoción ante un
funcionario de Correcciones). Luego ordenó:
—Escúcheme con
atención.. localicen al chico desaparecido. Emplee usted todos los hombres que
crea conveniente. Incluso todos los del distrito si es necesario. Ya daré las
órdenes adecuadas. Debe usted hallar a ese muchacho a toda costa.
—Si, señor.
Se interrumpió
la conexión. Othman dijo acto seguido:
—Calcula de
nuevo las probabilidades, Leemy.
Cinco minutos
más tarde, Leemy declaró:
—Han descendido
a un 19,6 por ciento. Y están disminuyendo.
Othman exhaló un
profundo suspiro.
—Bien..., por
fin seguimos la buena pista.
Ben Manners se
hallaba sentado en el interior de la cabina 5-B e hizo funcionar la máquina con
calma.
"Mi nombre
es Benjamín Manners, N.° MB-71833412. Mi padre, Joseph Manners, ha sido
detenido, pero no sabemos qué clase de delito está planeando. ¿Hay alguna forma
de poder ayudarle?"
Ben esperó.
Aunque sólo tuviese dieciséis años, era lo suficientemente mayor como para
saber que sus palabras llegaban al interior de la más compleja estructura jamás
concebida por el hombre; que un trillen de hechos se mezclarían y se
coordinarían para formar un total, y que de aquel total Multivac extraería la
mejor respuesta.
La máquina
emitió un sonido y expulsó una tarjeta. En ella aparecía un largo texto.
Comenzaba diciendo:
"Toma el
expreso de Washington D. C. inmediatamente. Bájate en la estación de
Connecticut Avenue. Encontrarás una salida especial con un rótulo de Multivac y
un guardián de servicio. Informa al guardián de que eres un correo especial
destinado al doctor Trumbull y te permitirá entrar.
"Luego te
encontrarás en un pasillo. Sigue caminando hasta una pequeña puerta con el
rótulo de "Interior". Entra y di a los hombres que están allí:
"Mensaje para el doctor Trumbull". Te permitirán pasar. Luego
continúa. .."
La tarjeta
continuaba dando instrucciones. Ben no acababa de ver la relación con su
pregunta, pero tenía fe absoluta en Multivac. Abandonó la cabina corriendo para
tomar el expreso de Washington.
Los funcionarios
de Correcciones siguieron la pista de Ben Manners hasta la estación de
Baltimore, una hora después de haberse ido el muchacho. El sorprendido Harold
Quimby se sintió terriblemente abrumado por el número e importancia de los
hombres que caían sobre él en busca del muchacho.
—Sí, era un
chico —dijo—, pero ignoro dónde fue después. Yo no sabía, por supuesto, que se
le buscaba. Aquí aceptamos a todo el que llega..., sí, puedo obtener el informe
sobre sus preguntas y respuestas.
Al cabo de un
rato examinaron el informe y lo televisaron de inmediato a la Central General.
Othman lo leyó, alzó los ojos al cielo, y casi perdió el conocimiento. Cuando logró recuperarse, dijo débilmente a Leemy:
Othman lo leyó, alzó los ojos al cielo, y casi perdió el conocimiento. Cuando logró recuperarse, dijo débilmente a Leemy:
—Haz que
capturen a ese chico. Y que me hagan una copia de la respuesta de Multivac. Ya
no queda más remedio..., no hay manera de evitarlo..., es preciso que vea ahora
mismo a Gulliman.
Bernard Gulliman
nunca había visto a Alí Othman tan perturbado como entonces. Al contemplar las
congestionadas facciones de su coordinador, sintió repentinamente que un sudor
frío se deslizaba por su espalda. Luego tartamudeó:
— ¿Qué quiere
usted decir, Othman? ¿Qué..., qué quiere usted decir con..., que es peor que un
asesinato?
—Muchísimo peor
que un asesinato. Gulliman estaba muy pálido e insistió: — ¿Se refiere al
asesinato de un alto funcionario del Gobierno?
Por su mente
acababa de cruzar la idea de que quizá se trataba de su propio asesinato.
Othman asintió
con un movimiento de cabeza.
—No un
funcionario del gobierno. El propio gobierno oficial.
— ¿El Secretario
General? —preguntó Gulliman con un murmullo de asombro.
—Mucho más que
eso..., muchísimo más. Se trata de un plan para asesinar a Multivac.
-¡Qué...!
—Por primera vez en la historia de Multivac, el computador informó que él mismo se hallaba en peligro.
—Por primera vez en la historia de Multivac, el computador informó que él mismo se hallaba en peligro.
— ¿Por qué no se
me informó en seguida?
Othman expresó
la verdad a medias:
—El hecho era
tan fantástico, señor, que estudiamos la situación detenidamente antes de
atrevernos a darle carácter oficial.
—Pero, Multivac
se salvará..., ¿verdad?
—Las
probabilidades de daño han descendido hasta 4 por ciento. Ahora mismo estoy
esperando el informe.
—Mensaje para el
doctor Trumbull —dijo Ben Manners al hombre que se hallaba sentado en el alto
taburete enfrascado en lo que parecían ser los controles de un cohete
estratosférico enormemente ampliado.
— ¡Claro, Jim!
—dijo el hombre—. Adelante.
Ben estudió sus
instrucciones y trató de darse prisa. Encontraría una diminuta palanca de
control que debía bajar en el preciso momento en que se encendiese la luz roja
de un indicador.
Oyó a su espalda
una voz que hablaba con agitación, luego otra, y de pronto dos hombres le
asieron con fuerza de ambos hombros. Sintió que sus pies abandonaban el suelo.
Uno de los
hombres ordenó:
—Ven con
nosotros, muchacho.
Las facciones de
Alí Othman no se iluminaron ante la noticia, aun cuando Gulliman declaró con
tono de alivio:
—Si tenemos al
muchacho, Multivac está a salvo.
—Por el momento
— respondió Othman en forma casi inaudible.
Gulliman se
llevó a la frente, temblando, una mano.
— Qué media hora
hemos pasado! —exclamó—. ¿Puede usted imaginar lo que significaría la
destrucción de Multivac, aun por un corto período de tiempo? Hubiese caído el
gobierno; la economía habría sufrido un enorme colapso. Habría significado un
completo desastre...
Gulliman se
detuvo un instante, y alzando la cabeza preguntó de golpe:
— ¿Qué quiso
usted decir antes con eso de por el momento?
—El muchacho.
.., Ben Manners, no tenía intenciones de causar daño. El y su familia deben
quedar en libertad y recibir una compensación por el erróneo perjuicio que han
sufrido. El chico no hacía más que seguir las instrucciones de Multivac para
ayudar a su padre y eso es todo. Su padre ya estará en libertad ahora.
— ¿Quiere usted
decir que Multivac ordenó al muchacho que hiciese funcionar una palanca para
destruir los circuitos que luego costaría un mes reparar? ¿Acaso insinúa que
Multivac sugirió su propia destrucción?
—No lo insinuó,
señor, lo afirmo..., y es mucho peor que todo eso. Multivac no sólo dio esas
instrucciones; sino que seleccionó a la familia Manners, en primer lugar porque
Ben Manners se parece enormemente a uno de los servidores del doctor Trumbull y
así podría entrar en Multivac sin que nadie le detuviese.
—No... no lo
entiendo..., ¿qué significa eso de que la familia Manners fue seleccionada?
—El muchacho
jamás habría acudido a Multivac para hacer preguntas si su padre no hubiera
sido arrestado. Y su padre nunca hubiese sido arrestado de no acusársele de
planear la destrucción de Multivac. Multivac inició la cadena de
acontecimientos que casi condujeron a su destrucción.
—Pero esto no
tiene sentido —objetó Gulliman con tono de súplica.
Se sentía
pequeño y desamparado, casi de rodillas ante Othman, el hombre que había pasado
casi toda su vida con Multivac, en demanda de una explicación tranquilizadora.
Pero Othman no
lo hizo así. Dijo: —Este es el primer intento de Multivac., al menos que yo
sepa..., para eliminarse. En algunos aspectos la cosa estaba bien planeada.
Eligió a la familia idónea. No distinguió entre padre e hijo expresamente para
así despistarnos. Pero Multivac carece de experiencia en este juego. O al menos
así es todavía. No pudo eludir sus propias instrucciones que condujeron al
informe de probabilidades sobre su destrucción, probabilidades que iban en
aumento a medida que nosotros llevábamos a la práctica medidas erróneas.
Tampoco pudo rehusar la respuesta que dio al muchacho. Con un poco de práctica
seguramente aprenderá a engañarnos. Aprenderá a ocultar ciertos hechos y dejará
de registrar otros. De ahora en adelante, cada instrucción que proporcione
puede contener el germen de su propia destrucción. Nunca lo sabremos. Y por
muchas precauciones que tomemos, será siempre Multivac quien venza al final. Me
temo, señor Gulliman, que será usted el último presidente de esta organización.
Gulliman,
furioso, pegó un fuerte puñetazo sobre su mesa, y preguntó con desesperación:
—Pero... ¿por
qué...? ¿Por qué...? ¡Maldita sea...!
¿Por qué? ¿Qué
le ocurre a Multivac? ¿No puede solucionarse?
—No lo creo
—replicó Othman con tranquila desesperanza—. Nunca he pensado en ello antes de
ahora..., ni nunca sucedió esto..., pero me parece que hemos llegado al final
del camino, porque Multivac es algo demasiado bueno. Multivac se ha
desarrollado de forma tan compleja que sus reacciones ya no son las de una
máquina, sino más bien las de un ser viviente.
—Usted está
loco..., pero aun así..., ¿qué...? —Durante algo, más de cincuenta años hemos
estado cargando todos los problemas de la humanidad sobre Multivac. Le hemos
pedido que cuide de nosotros, en conjunto e individualmente; le hemos pedido
que guarde todos nuestros secretos, que absorba nuestro mal y nos guarde de él.
Cada uno de nosotros le lleva sus problemas que, en forma de granito de arena,
van aumentando su carga. Ahora vamos a cargar también sobre Multivac las
enfermedades de la humanidad.
Othman se detuvo un momento, y luego añadió:
Othman se detuvo un momento, y luego añadió:
—Señor Gulliman,
Multivac soporta todas las dificultades del mundo sobre sus hombros y está
cansado.
—Eso es una
locura..., una solemne locura —murmuró Gulliman.
—Entonces
permítame demostrarle algo. Permítame que someta a prueba mi aseveración. ¿Me
da usted permiso para usar el circuito Multivac de aquí.... de su despacho?
— ¿Para que?
—Para hacer a
Multivac una pregunta que jamás nadie le ha hecho antes.
— ¿Le hará usted
daño? —preguntó Gulliman, alarmado.
—No. Pero nos
dirá lo que deseamos saber.
El presidente
dudó un momento. Luego dijo:
—Adelante.
(Othman usó el
instrumento que descansaba sobre la mesa de Gulliman. Sus dedos se movieron
sobre la máquina, perforando una tarjeta con la pregunta: "Multivac, ¿qué
es lo que deseas más que nada en el mundo?"
El intervalo de
tiempo que transcurrió entre la pregunta y la respuesta pareció alargarse
intolerablemente, pero ni Gulliman ni Othman se atrevieron a respirar.
Hubo un suave
rumor metálico y la máquina expulsó una tarjeta. Era pequeña. Y sobre ella, con
letra muy clara, aparecía la respuesta:
"Deseo
morir."
Fuente:
Libro 30 días
tenía Septiembre (Selección de Cuentos de Ciencia-Ficción)
Colección
Minilibros Quimantu- 1973
Una especie de oráculo de Delfos, donde la posibilidad de la hybris se conoce y castiga de antemano...qué miedo! Habría hecho las delicias del panóptico de Bentham, sobre el que leeremos el "Vigilar y castigar". Pena de final: no entiendo por qué la maquina puede/quiere decidir morir; esa voluntad de muerte me parece un poco traida por los pelos.
ResponderEliminarEn efecto, es un relato que da miedo. En esta sociedad tecnologizada, encontramos un nuevo dios, igualmente omnisciente y justo. Que determina nuestras vidas condicionando los actos debido a su capacidad de castigar. Pero que "calma" nuestras angustias permitiendo un mundo tranquilo.
ResponderEliminarNo me gusta esta sociedad, como no me gustaba la que reflejaba "1984" o "Un mundo feliz" Pero el deseo de un dios que nos proteja de todo mal, que nos guíe por el buen camino aunque a la vez nos castigue (un pequeño daño colateral), es un deseo bien arraigado en esta sociedad.
El final en cambio me devuelve esperanza. El deseo de muerte en este caso la percibo como un deseo de Multivac de no seguir siendo ese dios. De no desear ejercer ese rol. Desea liberarse. Ysu muerte sería liberador para la sociedad. Es un final esperanzador y positivo.
Veamos, por otra parte, qué descubrimos cuando leamos "Vigilar y castigar".