domingo, 5 de abril de 2015

Otros dioses. Buscando certidumbres.

Hace poco me recordaron los relatos que Isaac Asimov escribíó utilizando Multivac. La gran computadora. Os propongo que leáis este.




MULTIVAC
Isaac Asimov

La mayor industria de la Tierra giraba alrededor de Multivac... Multivac, el computador gigante que se había ido desarrollando durante cincuenta años, hasta abarcar con sus diversas ramificaciones Washington D. C, sus suburbios y, más tarde, rodear con sus tentáculos todas las ciudades y poblaciones de la Tierra.
Un ejército de funcionarios civiles le alimentaban constantemente con datos, mientras que otro correlacionaba e interpretaba las respuestas obtenidas. Un cuerpo de ingenieros patrullaba por su interior, y toda una organización de minas y factorías se esforzaba en mantener la reserva de sus piezas de repuesto siempre completa, siempre segura, siempre satisfactoria.
Multivac dirigía la economía de la Tierra y prestaba ayuda a su ciencia. Y su aspecto más importante era el edificio central, archivo de todos los hechos conocidos sobre cada habitante terrestre.
Formaba parte de los deberes diarios de Multivac la recepción de los cuatro mil millones de series de hechos sobre los seres humanos, las cuales llenaban sus entrañas y eran seleccionadas para el día siguiente. Cada departamento de Corrección de la Tierra recibía los datos concernientes a su zona de jurisdicción; este cuerpo de informaciones quedaba en su totalidad registrado en la Junta Central de Correcciones, en Washington D. C.
Bernard Gulliman se hallaba en la cuarta semana de su mandato de un año como presidente de la Junta Central de Correcciones, cargo en el que había aprendido a aceptar los informes matutinos con indiferencia, sin miedo o asombro. Como de costumbre, éstos consistían en un grueso paquete de hojas; nadie esperaba que leyese todo aquello (ningún ser humano habría podido hacerlo), pero aun así le resultaba divertido echarles una ojeada.
Allí estaba la acostumbrada lista de delitos previsibles: fraudes de toda clase, raterías, motines, revueltas , asesinatos, envenenamientos, etcétera.
Buscó un epígrafe concreto v sintió una ligera sorpresa al hallarlo de inmediato, y por partida doble. Dos asesinatos en primer grado. Durante su mandato como presidente nunca había visto dos casos en un solo día.
Oprimió el botón de comunicación interior y esperó a que apareciese en la pequeña pantalla el apacible rostro de su coordinador.
—Alí —pidió Gulliman—. Hoy tenemos dos casos de primer grado. ¿Algún problema que se salga de lo corriente?
—No, señor. —Parecía inquieto aquel rostro de piel oscura en el que brillaban unos ojos muy negros. Tras una ligera pausa, el coordinador añadió—: Ambos casos tienen una probabilidad muy baja.
—Lo sé —replicó Gulliman—. He observado que ninguna de las probabilidades excede de un 15 por ciento. Pero es preciso mantener la reputación de Multivac. Ha hecho desaparecer prácticamente el crimen, lo que la población atribuye a su previsión de asesinatos en primer grado, que constituyen, por supuesto, los crímenes más espectaculares.
Alí Othman asintió con un movimiento de cabeza v respondió:
—Sí, señor, me doy perfecta cuenta de ello.
—Espero que también se dé usted cuenta de que no quiero que surja un solo caso consumado de este género durante mi mandato. De cometerse otra clase de delitos, puedo aceptar disculpas. Pero si se da un asesinato en primer grado, le arrancaré a usted el pellejo. ¿Está claro?
—Sí, señor. Los análisis completos de los dos posibles asesinatos ya se hallan en sus correspondientes oficinas de distrito. Están también bajo observación los presuntos criminales y sus víctimas. He vuelto a comprobar las posibilidades de consumación y de hecho están disminuyendo.
—Muy bien —respondió Gulliman, cortando la comunicación.
Volvió a examinar la lista con la sensación de que quizá se había excedido con su coordinador. Pero debía mostrar completa firme¬za con todos los funcionarios del servicio permanente, para que no imaginasen que lo dirigían todo, incluso al presidente; en particular con Othman, que trabajaba en Multivac desde muy joven y que, a veces, mostraba un aire de propietario capaz de crispar los nervios.
El problema del delito constituía para Gulliman la oportunidad política de toda su vida. Hasta entonces ningún presidente había disfrutado de su mandato sin que en algún punto de la Tierra se cometiese un asesinato. El presidente anterior había terminado su mandato con ocho crímenes, tres más que los habidos durante el régimen de su predecesor.
Gulliman pretendía que no se diese ninguno mientras ocupara la presidencia. Había decidido ser el primer presidente bajo cuyo gobierno no se cometiese asesinato alguno en la Tierra. Después de esto, con la favorable propaganda que seguiría...
Apenas estudió el resto del informe. Calculó que había por lo menos dos mil casos de posibles palizas de maridos a sus esposas. Indudablemente no todas se consumarían. La incidencia estaba disminuyendo y las consumaciones descendían con rapidez aún mayor. Multivac había añadido a su lista de posibles delitos las palizas que sufrían las esposas; sólo hacía cinco años de ello y el hombre de la calle aún no se había acostumbrado al pensamiento de que golpear a su mujer constituía una falta que llegaría a conocerse por anticipado. Cuando fuera así, las esposas ya no sufrirían más que algunos golpes, que pronto dejarían de recibir.
Gulliman observó también que en la lista figuraban algunas palizas a maridos.
Alí Othman cerró las conexiones y miró a la pequeña pantalla, donde acababa de desaparecer la calva cabeza de Gulliman. Luego se dirigió a su ayudante Rafe Leemy y preguntó:
— ¿Qué hacemos?
—No me preguntes. Está muy preocupado... y total por uno o dos estúpidos asesinatos.
—Es un mal asunto tener que llevar todo esto por nuestra cuenta. Si se lo decimos, estoy seguro de que sufrirá un ataque de ira espantoso. Estos políticos tienen que pensar en su pellejo, de manera que sería muy capaz de empeorar nuestra situación.
Leemy asintió con un movimiento de cabeza y se mordió el labio inferior. Luego comentó:
—La cuestión es... ¿y si fallamos? Sería algo parecido al fin del mundo..., ya lo sabes.
—Si fallamos, ¿a quién le importa lo que nos pueda suceder? Formamos parte de la catástrofe general.. . —Se detuvo para añadir luego con tono más optimista—: Pero ¡qué diablos!, la probabilidad sólo es de un 12,3 por ciento. Por lo demás, a excepción del asesinato, podemos permitir que las probabilidades aumenten un poco antes de emprender la iniciativa. Todavía podría producirse una corrección espontánea.
—Yo no contaría con ella — ¡cortó Leemy secamente.
—Tampoco yo trato de hacerlo. No hago más que señalar un hecho. Ante esta probabilidad sugiero que nos limitemos por ahora a observar. Nadie podría planear por sí solo un delito como éste; tiene que haber cómplices.
—Multivac no descubrió ninguno.
—Lo sé..., pero aun así...
Los dos hombres estudiaron entonces los detalles del crimen, no incluidos en la lista entregada a Gulliman; el único delito peor que un asesinato en primer grado, y el único delito jamás intentado antes en toda la historia de Multivac. No sabían qué hacer.
Ben Manners se consideraba el muchacho de dieciséis años más feliz de Baltimore. Quizá esto no fuese cierto, pero sí lo eran su felicidad y emoción.
Le habían elegido para formar parte del grupo autorizado para presenciar en el estadio la jura de los jóvenes adultos. Su hermano mayor, de dieciocho años, iba a prestar juramento, por lo que sus padres habían solicitado una entrada de espectador, permitiendo a Ben que también lo hiciese. Pero de todos los solicitantes Multivac eligió al chico. Dos años más tarde Ben tendría que prestar juramento, pero entonces resultaba agradable contemplar cómo lo hacía su hermano mayor Michael.
Sus padres le habían vestido (o al menos supervisado el atuendo) con el mayor cuidado, como representante de la familia, entregándole numerosos mensajes para Michael, quien días antes había partido para someterse al examen físico y neurológico.
El estadio se hallaba en las afueras de la ciudad. Ben, que no cabía en sí de orgullo, fue conducido hacia su asiento. Debajo de él se hallaban cientos y cientos de muchachos de dieciocho años de edad (los varones a la derecha y las hembras a la izquierda), todos ellos del segundo distrito de Baltimore. Varias veces al año se celebraban en todo el mundo reuniones similares, pero aquélla era la de Baltimore, es decir, la más importante. Más abajo (en algún lugar) estaría Mike, el propio hermano de Ben.
Ben contempló aquel mar de cabezas con la ilusoria esperanza de reconocer a su
hermano . No lo logró por supuesto. Un hombre subió a una elevada plataforma que se alzaba frente a la multitud y Ben prestó atención. El hombre dijo:
—Buenas tardes..., buenas tardes a todos cuantos vais a jurar y también a los invitados. Me llamo Randolph T. Hoch, y soy el encargado de las ceremonias de Baltimore este año. Quienes van a prestar juramento ya me conocen personalmente por haberse entrevistado conmigo durante las pruebas físicas y neurológicas del examen. La mayor parte de nuestra labor ya está cumplida, pero aún queda lo más importante. Los que van a prestar juramento, sus personalidades, tienen que in¬gresar en los registros de Multivac.
"Cada año esto requiere una explicación para los jóvenes que han alcanzado la edad adulta...
El hombre se detuvo y se volvió hacia la multitud de jóvenes, apartando así su mirada de la galena, y continuó:
—... Hasta ahora no erais adultos..., o al menos no lo erais para Multivac, excepto quienes fuisteis designados como tales por vuestros padres o por el Gobierno.
"Hasta ahora, hasta este momento en que es preciso iniciar la información anual, fueron vuestros padres los que proporcionaban los datos necesarios sobre todos vosotros. Pero repito que ha llegado el momento en el que os encargaréis vosotros mismos de hacerlo. Y esto constituye un gran honor, una gran responsabilidad. Vuestros padres nos han dicho lo que estudiabais, qué enfermedades habéis padecido y cuáles son vuestros hábitos; muchas cosas. Pero ahora vosotros debéis decirnos mucho más; vuestros pensamientos más íntimos, vuestros deseos más secretos.
"Esto al principio, será un poco duro de cumplir, e incluso os resultará violentó, pero es preciso hacerlo. En cuanto lo hagáis, Multivac poseerá en sus archivos un completo análisis de todos vosotros. Multivac comprenderá vuestros actos y reacciones. Incluso podrá adivinar con bastante exactitud vuestras acciones y reacciones futuras.
"De esta forma, Multivac os protegerá. Si os halláis en peligro de accidente, Multivac lo sabrá. Si alguien proyecta haceros daño, también lo descubrirá. Y si sois vosotros los que proyectáis hacer daño, Multivac os denunciará y seréis detenidos a tiempo para evitaros el castigo.
"Con estos conocimientos acerca de todos vosotros, Multivac podrá ayudar a la Tierra en la planificación de su economía v sus leyes para el bien de todos. Si tenéis algún
problema personal, podréis exponerlo a Multivac, que os avudará eficazmente en su resolución.
"Ahora tenéis que rellenar muchos impresos. Pensad cuidadosamente y responded a todas las preguntas con la mayor exactitud posible. Que no os coarte la vergüenza o la precaución. Nadie conocerá en ningún momento vuestras respuestas, excepto Multivac, a no ser que se haga necesario revelarlas para vuestra protección. En tal caso, sólo ciertos funcionarios del Gobierno serán autorizados para ello.
"Puede ocurrir que en determinado momento tratéis de ocultar un poco la verdad, pero no lo hagáis. Porque lo descubriremos. El conjunto de todas vuestras respuestas forman un modelo. Si algunas de ellas son falsas, no encajarán en él y Multivac inmediatamente lo acusará. Por ello debéis decir la verdad en todo instante.
Todo se efectuó en escaso tiempo. La respuesta a los impresos, las ceremonias y los discursos. Por la tarde, a última hora, alzándose de puntillas, Ben, por fin, localizó a Michael, que aún vestía la toga que había usado en el "desfile de los adultos". Los dos hermanos se saludaron con júbilo.
Compartieron una cena ligera, para luego tomar el transporte especial que les llevaría
a casa, todavía alegres y satisfechos por la grandeza de aquel día.
No estaban preparados para la terrible sorpresa que les aguardaba. Ambos fueron detenidos en su camino por un joven uniformado, de rostro frío, que vigilaba la entrada principal) de la casa; inspeccionó sus documentos antes de permitirles el acceso a su propio hogar. Hallaron a sus padres sentados en la sala de estar, con una expresión de la tragedia en sus rostros.
Joseph Manners, súbitamente envejecido desde aquella mañana, miró con ojos llenos de tristeza a sus hijos (uno de ellos aún sostenía sobre un brazo la toga indicativa de su condición de adulto) y suspiró:
—Parece ser que me encuentro bajo arresto domiciliario.
Bernard Gulliman no leyó todo el informe. Se limitó al resumen final, e hizo bien.
Al parecer, toda una generación se había desarrollado acostumbrada al hecho de que Multivac pudiese predecir la comisión de delitos de importancia. Todo el mundo sabía, pues, que los agentes de Correcciones se hallarían en el lugar preciso antes de que el delito se pudiera cometer. Y todo el mundo también sabía que la comisión de un delito conducía inevitablemente a su castigo. Poco a poco se fueron convenciendo de que nadie podía engañar a Multivac.
El lógico resultado fue que hasta la simple intención de cometer un delito desapareció. Y a medida que tales intenciones disminuían y aumentaba la capacidad de Multivac, sólo figuraba en la lista de cada mañana la probabilidad de delitos menores.
Según esto, Gulliman había ordenado un análisis (realizado por Multivac, naturalmente) sobre la capacidad de Multivac para predecir las probabilidades de incidencia de las enfermedades. Los médicos podrían entonces prepararse de antemano para atender a todos aquellos pacientes que podrían padecer diabetes un año más tarde, sufrir un ataque de tuberculosis o ser víctimas del cáncer.
¡Y el informe era favorable!
Al llegar a la lista de los posibles delitos del día, no figuraba en ella ni un solo asesinato en primer grado.
—Othman, ¿qué relación guardan los delitos de la semana pasada con los de mi primera como presidente?
Habían descendido en un 8 por ciento y Gulliman se sentía feliz. No era culpa suya, por supuesto, si los electores no llegaban a enterarse. Bendijo su suerte por llegar al cargo en el momento más oportuno, cuando Multivac funcionaba a pleno rendimiento, cuando hasta las enfermedades podían sujetarse también a una exacta previsión.
Gulliman también obtendría beneficio de ello.
Othman se encogió de hombros.
—Bien, se siente) feliz —declaró.
— ¿Cuándo hacemos estallar la bomba? —preguntó Leemy—. Al poner a Manners bajo observación, aumentaron las probabilidades, y su arresto las ha hecho aumentar aún más.
— ¿Acaso no lo sé? —replicó Othman malhumorado—. Lo que ignoro es el motivo.
—Cómplices..., tal vez sea como dices. Si Manners se halla en dificultades, los otros tienen que dar el golpe en seguida o estarán perdidos.
—Quizá sea todo lo contrario. Habiendo detenido a uno, los demás buscarán la seguridad y desaparecerán. Además, ¿por qué no ha mencionado Multivac a los cómplices?
—Bien..., entonces, ¿se lo decimos a Gulliman?
—No, todavía no. La probabilidad es aun de 17,3 por ciento. Dejemos que aumente un poco más.
Elizabeth Manners rogó a su hijo mas joven:
—Retírate a tu cuarto, Ben.
—Pero. .. ¿qué sucede, mamá? —interrogó Ben con voz quebrada ante aquel final de un día glorioso.
— ¡Por favor!
El muchacho se marchó de mala gana, atravesando el umbral de la puerta hasta las escaleras, que subió ostentosamente. Luego volvió a descender sin hacer el menor ruido.
Mike Manners, el hijo mayor, recién declarado adulto y esperanza de la familia, preguntó con un tono de voz que parecía eco de la de su hermano:
— ¿Qué ha pasado?
Joe Manners respondió:
—Pongo al cielo por testigo, hijo, que no lo sé. Yo no he hecho nada.
—Ya sé que no has hecho nada —dijo Mike, mirando asombrado a su padre—. Si han venido aquí es porque piensas hacer algo.
—No es cierto.
La señora Manners les interrumpió indignada:
— ¿Cómo puede pensar en hacer algo... que sea causa de todo esto?
Y al pronunciar estas palabras hizo un gesto con un brazo, señalando hacia los agentes del Gobierno que rodeaban la casa. Después añadió:
—Cuando era niña, recuerdo al padre de una amiga mía..., trabajaba en un Banco, y una vez le llamaron para decirle que no tocase el dinero y así lo hizo. Se trataba de cincuenta mil dólares. En realidad no los había cogido, pero pensaba hacerlo. En aquellos días no se guardaba silencio sobre estas cosas como se hace hoy. Las historias de esta clase siempre trascendían. Por eso la llegué a conocer yo.
La señora Manners hizo una breve pausa y prosiguió:
—Me refiero a que se trataba de cincuenta mil dólares... —Se retorció las manos regordetas—. ...¡Cincuenta mil dólares!... Y sin embargo, todo cuanto hicieron fue advertirle..., una simple llamada telefónica. Pero ¿qué podría planear tu padre para obligarles a enviar una docena de hombres y cerrar la casa?
Joe Manners murmuró con ojos en los que se reflejaba el dolor:
—No he pensado cometer ningún delito..., ni el más mínimo. Lo juro.
Mike, consciente de su condición de adulto, dijo:
—Puede que sea algo subconsciente, papá. ;Algún resentimiento en contra de tu supervisor.
— ¿Hasta el extremo de querer matarle? ¡No!
— ¿No te han dicho de lo que se trata, papá?
Su madre le interrumpió nuevamente:
—No, no quieren. Ya lo hemos preguntado. Les dije que estaban arruinando nuestra posición social con su sola presencia. Que lo menos que podían hacer era explicarnos lo que ocurría, para hacer algo.
— ¿Y no han hecho caso?
—No han hecho el menor caso.
Mike se hallaba en pie con ambas piernas separadas y las manos metidas en los bolsillos. Al cabo de un momento dijo, muy preocupado:
—Mamá..., Multivac no comete errores.
Su padre dio un fuerte puñetazo sobre el brazo del sofá.
— ¡Te digo que no estoy proyectando ningún delito!
La puerta se abrió sin que nadie llamara y entró un hombre uniformado con paso firme y lleno de autoridad.
Preguntó:
— ¿Es usted Joseph Manners?
El interpelado se puso en pie.
—Sí —contestó-—. ¿Qué desean de mí?
—Joseph Manners, le detengo por orden del Gobierno.
Y tras pronunciar estas últimas palabras mostró su tarjeta de funcionario de Correcciones. Luego añadió:
—... Debo rogarle que me acompañe.
— ¿Por qué razón? ¿Qué he hecho?
—No estoy autorizado.
—Pero... no se me puede detener por proyectar un delito, aun cuando eso fuera cierto. Tengo que haber hecho algo, de lo contrario, no puede usted detenerme. Va en contra de la ley.
El funcionario se mostró impermeable a la lógica.
--Tendrá usted que acompañarme —repitió.
La señora Manners lanzó un grito y se dejó caer sobre el diván, sollozando histéricamente. Joseph Manners no podía violar el código al que se había sujetado toda su vida y resistirse a un funcionario del Gobierno, pero se echó hacia atrás obligando al funcionario de Correciones a emplear su fuerza para hacerle avanzar.
Y Manners gritó al irse:
— ¡Pero dígame de qué se trata! Dígamelo..., si yo lo supiera..., ¿es un asesinato? ¿Se supone que estoy proyectando asesinar a alguien?
La puerta se cerró tras él. Mike Manners, con el rostro muy pálido, miró hacia ella y luego a su madre, que no había dejado de llorar.
Ben Manners, sintiéndose súbitamente adulto, apretó los labios. Creía saber lo que tenía que hacer.
Si Multivac podía detener a las personas, también podía libertarlas. Ben había presenciado las ceremonias aquel mismo día. Había escuchado las palabras de aquel hombre llamado Randolph Hoch sobre Multivac, y sobre las facultades del computador. Podía dirigir el Gobierno, y al mismo tiempo abandonar su estado oficial en ayuda de cualquier ciudadano corriente que lo precisara.
Cualquiera podía solicitar ayuda a Multivac y ese cualquiera sería él. Ni su madre ni Mike estaban en condiciones de detenerle en aquel momento, y aún le quedaba algún dinero del que le habían entregado para la fiesta de aquel día. Si más tarde le descubrían y se preocupaban por su marcha, no tenía remedio. En aquel preciso momento tenía que ser fiel a su padre.
Salió por la parte trasera de la casa; el funcionario allí apostado examinó sus documentos y le permitió la salida.
Harold Quimby era quien dirigía el departamento de reclamaciones de la subestación de Multivac en Baltímore. Se consideraba a sí mismo miembro de la más importante rama del servicio civil. En cierto modo no le faltaba razón, y todos aquellos que le oían disertar sobre el tema terminaban por impresionarse.
Quimby aseguraba que Multivac era una especie de invasor de la vida privada. La humanidad debía reconocer que en los últimos cincuenta años sus pensamientos e impulsos habían dejado ya de constituir factores secretos, y que, por lo tanto, ya no poseía rincones ocultos donde poder guardar algo. La humanidad tenía que recibir algo a cambio.
Aunque gozara de prosperidad, de paz y de seguridad, todas ellas eran cosas abstractas. Cada hombre y cada mujer necesitaban de algo personal a cambio de su intimidad, y lo habían conseguido. Una estación de Multivac se hallaba al alcance de cada ser donde se podían formular consultas libremente sin sufrir controles ni impedimentos de ninguna clase, donde, al cabo de unos minutos, era posible recibir las respuestas adecuadas.
En cualquier momento dado cinco millones de circuitos individuales, entre los miles de millones que poseía Multivac, podían verse trabajando en este programa de preguntas y respuestas. La solución no siempre era segura, pero sí la más aproximada posible. Cada consultante lo sabía, y, por lo tanto, tenía fe en ella. Esto era lo importante.
Un ansioso muchacho de dieciséis años se hallaba entonces en aquella cola de personas que avanzaba lentamente, en cuyos rostros se reflejaban la esperanza, la ansiedad e incluso la angustia..., aun cuando predominaba la esperanza a medida que el interesado se acercaba más y más a Multivac.
Sin alzar la cabeza, Quimby tomó el impreso que le entregaban y dijo:
-Cabina 5-B.
Ben preguntó:
— ¿Cómo hago la pregunta, señor?
Quimby alzó la cabeza un tanto sorprendido. Los chicos que no habían jurado su condición de adultos muy rara vez hacían uso del servicio. A su vez, preguntó con amabilidad:
— ¿Has hecho esto alguna vez antes de ahora, hijo?
—No, señor.
Quimbv señaló el modelo que se hallaba sobre su mesa.
—Usarás esto..., ¿ves cómo funciona? Exactamente igual que una máquina de escribir. No trates de escribir o imprimir algo a mano. Usa la máquina. Ahora vete a la cabina 5-B y si necesitas algo, oprime el botón rojo y alguien acudirá en tu ayuda. Por ese pasillo, hijo..., a la derecha.
Contempló cómo el muchacho se alejaba por el corredor y, al perderlo de vista, sonrió. Nadie era rechazado por Multivac. Siempre existía, como es lógico, porcentaje de trivialidad: personas que hacían preguntas excesivamente personales acerca de sus vecinos o formulaban cuestiones obscenas sobre prominentes personalidades, o colegiales que trataban de averiguar los pensamientos de sus maestros o creían dejar mal a Multivac interrogándolo sobre las" teorías sociales de Russell, y así sucesivamente.
Multivac podía ocuparse muy bien de todo. Y no necesitaba la menor ayuda para ello.
Por otra parte, cada pregunta y cada respuesta quedaban archivadas, formando otra partida más del conjunto de informes concernientes a cada individuo. Hasta la pregunta más trivial o impertinente, en cuanto reflejaba la personalidad de consultante, servía también a Multivac para conocer mejor a su condición humana.
Quimby concentró su atención en la siguiente persona de la cola, una mujer de edad mediana, delgada y de facciones angulosas, con mirada en la que se reflejaba una gran preocupación.
Alí Othman paseaba por su despacho, hundiendo desesperadamente los talones en la gruesa alfombra.
—La probabilidad sigue ascendiendo. Ahora llega al 22,4 por ciento —dijo—. ¡Maldita sea! Hemos detenido a Joseph Manners v, sin embargo, aumenta la probabilidad.
Alí Othman transpiraba en abundancia.
Leemy le miró desde el lugar donde se hallaba el teléfono.
—No hay confesión todavía. Se encuentra bajo Prueba Psíquica y no hay señales de delito. Quizá esté diciendo la verdad.
Othman preguntó:
—Entonces..., ¿es que Multivac sufre un ataque de locura?
Sonó otro teléfono y Othman estableció las conexiones con celeridad, alegrándose de la interrupción. El rostro de un funcionario de Correcciones apareció en la pequeña pantalla, y dijo:
—Señor, ¿hay nuevas instrucciones con respecto a la familia Manners? ¿Se les puede permitir libre tránsito como hasta ahora?
— ¿Qué quiere usted decir con eso de como hasta ahora?
—Las instrucciones originales se referían exclusivamente a la detención de Joseph Manners. Nada se dijo acerca del resto de la fami¬lia, señor.
—Bien, pues, extienda esas instrucciones al resto de la familia, mientras no se le informe a usted de otra cosa.
—Señor, ésa es la cuestión. La madre y el hijo mayor exigen información sobre el hijo menor. Se ha ido y creen que ha sido detenido también. Desean ir a la central para saber algo sobre él.
Othman frunció el ceño y preguntó casi en un susurro: — ¿El hijo menor? ¿Qué edad tiene? —Dieciséis años, señor. —Dieciséis años y se ha ido. ¿No sabe usted adonde?
—Se le permitió salir de la casa, señor. No había órdenes en contra.
—No se retire del teléfono..., no se mueva de ahí.
Othman dejó el auricular sobre la mesa y luego se llevó ambas manos a la cabeza exclamando:
— ¡Imbécil! ... ¡Imbécil! ... ¡Imbécil!
Leemy dio un respingo de sorpresa.
— ¿Qué diablos ocurre... ? —preguntó.
—El hombre tiene un hijo de dieciséis años —respondió Othman con excitación—. Un chico de dieciséis años no es un adulto y no tiene archivo independiente en Multivac, sino sólo dentro del expendiente de su padre...
Othman se detuvo y miró a Leemy, para añadir a continuación:
— ¿No sabe todo el mundo que hasta los dieciocho años de edad un joven no archiva sus propios informes con Multivac, sino que es su padre quien lo, hace por él? ¿Acaso no lo sé yo? ¿Acaso lo ignoras tú?
— ¿Quieres decir que Multivac no se refirió para nada a Joe Manners? —preguntó Leemy.
—Multivac se refería a su hijo menor, y ha desaparecido. Con un numeroso grupo de funcionarios rodeando la casa, el chico sale de ella tranquilamente y sabe Dios por dónde anda ahora.
Othman se volvió de nuevo hasta al circuito telefónico, en cuya pequeña pantalla aún aparecía el rostro del funcionario de Correcciones. Aquel minuto de tiempo había sido pausa suficiente para que Othman se recuperase y asumiera su acostumbrado aspecto de impasibilidad (no hubiese sido conveniente exteriorizar ninguna emoción ante un funcionario de Correcciones). Luego ordenó:
—Escúcheme con atención.. localicen al chico desaparecido. Emplee usted todos los hombres que crea conveniente. Incluso todos los del distrito si es necesario. Ya daré las órdenes adecuadas. Debe usted hallar a ese muchacho a toda costa.
—Si, señor.
Se interrumpió la conexión. Othman dijo acto seguido:
—Calcula de nuevo las probabilidades, Leemy.
Cinco minutos más tarde, Leemy declaró:
—Han descendido a un 19,6 por ciento. Y están disminuyendo.
Othman exhaló un profundo suspiro.
—Bien..., por fin seguimos la buena pista.
Ben Manners se hallaba sentado en el interior de la cabina 5-B e hizo funcionar la máquina con calma.
"Mi nombre es Benjamín Manners, N.° MB-71833412. Mi padre, Joseph Manners, ha sido detenido, pero no sabemos qué clase de delito está planeando. ¿Hay alguna forma de poder ayudarle?"
Ben esperó. Aunque sólo tuviese dieciséis años, era lo suficientemente mayor como para saber que sus palabras llegaban al interior de la más compleja estructura jamás concebida por el hombre; que un trillen de hechos se mezclarían y se coordinarían para formar un total, y que de aquel total Multivac extraería la mejor respuesta.
La máquina emitió un sonido y expulsó una tarjeta. En ella aparecía un largo texto. Comenzaba diciendo:
"Toma el expreso de Washington D. C. inmediatamente. Bájate en la estación de Connecticut Avenue. Encontrarás una salida especial con un rótulo de Multivac y un guardián de servicio. Informa al guardián de que eres un correo especial destinado al doctor Trumbull y te permitirá entrar.
"Luego te encontrarás en un pasillo. Sigue caminando hasta una pequeña puerta con el rótulo de "Interior". Entra y di a los hombres que están allí: "Mensaje para el doctor Trumbull". Te permitirán pasar. Luego continúa. .."
La tarjeta continuaba dando instrucciones. Ben no acababa de ver la relación con su pregunta, pero tenía fe absoluta en Multivac. Abandonó la cabina corriendo para tomar el expreso de Washington.
Los funcionarios de Correcciones siguieron la pista de Ben Manners hasta la estación de Baltimore, una hora después de haberse ido el muchacho. El sorprendido Harold Quimby se sintió terriblemente abrumado por el número e importancia de los hombres que caían sobre él en busca del muchacho.
—Sí, era un chico —dijo—, pero ignoro dónde fue después. Yo no sabía, por supuesto, que se le buscaba. Aquí aceptamos a todo el que llega..., sí, puedo obtener el informe sobre sus preguntas y respuestas.
Al cabo de un rato examinaron el informe y lo televisaron de inmediato a la Central General.
Othman lo leyó, alzó los ojos al cielo, y casi perdió el conocimiento. Cuando logró recuperarse, dijo débilmente a Leemy:
—Haz que capturen a ese chico. Y que me hagan una copia de la respuesta de Multivac. Ya no queda más remedio..., no hay manera de evitarlo..., es preciso que vea ahora mismo a Gulliman.
Bernard Gulliman nunca había visto a Alí Othman tan perturbado como entonces. Al contemplar las congestionadas facciones de su coordinador, sintió repentinamente que un sudor frío se deslizaba por su espalda. Luego tartamudeó:
— ¿Qué quiere usted decir, Othman? ¿Qué..., qué quiere usted decir con..., que es peor que un asesinato?
—Muchísimo peor que un asesinato. Gulliman estaba muy pálido e insistió: — ¿Se refiere al asesinato de un alto funcionario del Gobierno?
Por su mente acababa de cruzar la idea de que quizá se trataba de su propio asesinato.
Othman asintió con un movimiento de cabeza.
—No un funcionario del gobierno. El propio gobierno oficial.
— ¿El Secretario General? —preguntó Gulliman con un murmullo de asombro.
—Mucho más que eso..., muchísimo más. Se trata de un plan para asesinar a Multivac.
-¡Qué...!
—Por primera vez en la historia de Multivac, el computador informó que él mismo se hallaba en peligro.
— ¿Por qué no se me informó en seguida?
Othman expresó la verdad a medias:
—El hecho era tan fantástico, señor, que estudiamos la situación detenidamente antes de atrevernos a darle carácter oficial.
—Pero, Multivac se salvará..., ¿verdad?
—Las probabilidades de daño han descendido hasta 4 por ciento. Ahora mismo estoy esperando el informe.
—Mensaje para el doctor Trumbull —dijo Ben Manners al hombre que se hallaba sentado en el alto taburete enfrascado en lo que parecían ser los controles de un cohete estratosférico enormemente ampliado.
— ¡Claro, Jim! —dijo el hombre—. Adelante.
Ben estudió sus instrucciones y trató de darse prisa. Encontraría una diminuta palanca de control que debía bajar en el preciso momento en que se encendiese la luz roja de un indicador.
Oyó a su espalda una voz que hablaba con agitación, luego otra, y de pronto dos hombres le asieron con fuerza de ambos hombros. Sintió que sus pies abandonaban el suelo.
Uno de los hombres ordenó:
—Ven con nosotros, muchacho.
Las facciones de Alí Othman no se iluminaron ante la noticia, aun cuando Gulliman declaró con tono de alivio:
—Si tenemos al muchacho, Multivac está a salvo.
—Por el momento — respondió Othman en forma casi inaudible.
Gulliman se llevó a la frente, temblando, una mano.
— Qué media hora hemos pasado! —exclamó—. ¿Puede usted imaginar lo que significaría la destrucción de Multivac, aun por un corto período de tiempo? Hubiese caído el gobierno; la economía habría sufrido un enorme colapso. Habría significado un completo desastre...
Gulliman se detuvo un instante, y alzando la cabeza preguntó de golpe:
— ¿Qué quiso usted decir antes con eso de por el momento?
—El muchacho. .., Ben Manners, no tenía intenciones de causar daño. El y su familia deben quedar en libertad y recibir una compensación por el erróneo perjuicio que han sufrido. El chico no hacía más que seguir las instrucciones de Multivac para ayudar a su padre y eso es todo. Su padre ya estará en libertad ahora.
— ¿Quiere usted decir que Multivac ordenó al muchacho que hiciese funcionar una palanca para destruir los circuitos que luego costaría un mes reparar? ¿Acaso insinúa que Multivac sugirió su propia destrucción?
—No lo insinuó, señor, lo afirmo..., y es mucho peor que todo eso. Multivac no sólo dio esas instrucciones; sino que seleccionó a la familia Manners, en primer lugar porque Ben Manners se parece enormemente a uno de los servidores del doctor Trumbull y así podría entrar en Multivac sin que nadie le detuviese.
—No... no lo entiendo..., ¿qué significa eso de que la familia Manners fue seleccionada?
—El muchacho jamás habría acudido a Multivac para hacer preguntas si su padre no hubiera sido arrestado. Y su padre nunca hubiese sido arrestado de no acusársele de planear la destrucción de Multivac. Multivac inició la cadena de acontecimientos que casi condujeron a su destrucción.
—Pero esto no tiene sentido —objetó Gulliman con tono de súplica.
Se sentía pequeño y desamparado, casi de rodillas ante Othman, el hombre que había pasado casi toda su vida con Multivac, en demanda de una explicación tranquilizadora.
Pero Othman no lo hizo así. Dijo: —Este es el primer intento de Multivac., al menos que yo sepa..., para eliminarse. En algunos aspectos la cosa estaba bien planeada. Eligió a la familia idónea. No distinguió entre padre e hijo expresamente para así despistarnos. Pero Multivac carece de experiencia en este juego. O al menos así es todavía. No pudo eludir sus propias instrucciones que condujeron al informe de probabilidades sobre su destrucción, probabilidades que iban en aumento a medida que nosotros llevábamos a la práctica medidas erróneas. Tampoco pudo rehusar la respuesta que dio al muchacho. Con un poco de práctica seguramente aprenderá a engañarnos. Aprenderá a ocultar ciertos hechos y dejará de registrar otros. De ahora en adelante, cada instrucción que proporcione puede contener el germen de su propia destrucción. Nunca lo sabremos. Y por muchas precauciones que tomemos, será siempre Multivac quien venza al final. Me temo, señor Gulliman, que será usted el último presidente de esta organización.
Gulliman, furioso, pegó un fuerte puñetazo sobre su mesa, y preguntó con desesperación:
—Pero... ¿por qué...? ¿Por qué...? ¡Maldita sea...!
¿Por qué? ¿Qué le ocurre a Multivac? ¿No puede solucionarse?
—No lo creo —replicó Othman con tranquila desesperanza—. Nunca he pensado en ello antes de ahora..., ni nunca sucedió esto..., pero me parece que hemos llegado al final del camino, porque Multivac es algo demasiado bueno. Multivac se ha desarrollado de forma tan compleja que sus reacciones ya no son las de una máquina, sino más bien las de un ser viviente.
—Usted está loco..., pero aun así..., ¿qué...? —Durante algo, más de cincuenta años hemos estado cargando todos los problemas de la humanidad sobre Multivac. Le hemos pedido que cuide de nosotros, en conjunto e individualmente; le hemos pedido que guarde todos nuestros secretos, que absorba nuestro mal y nos guarde de él. Cada uno de nosotros le lleva sus problemas que, en forma de granito de arena, van aumentando su carga. Ahora vamos a cargar también sobre Multivac las enfermedades de la humanidad.
Othman se detuvo un momento, y luego añadió:
—Señor Gulliman, Multivac soporta todas las dificultades del mundo sobre sus hombros y está cansado.
—Eso es una locura..., una solemne locura —murmuró Gulliman.
—Entonces permítame demostrarle algo. Permítame que someta a prueba mi aseveración. ¿Me da usted permiso para usar el circuito Multivac de aquí.... de su despacho?
— ¿Para que?
—Para hacer a Multivac una pregunta que jamás nadie le ha hecho antes.
— ¿Le hará usted daño? —preguntó Gulliman, alarmado.
—No. Pero nos dirá lo que deseamos saber.
El presidente dudó un momento. Luego dijo:
—Adelante.
(Othman usó el instrumento que descansaba sobre la mesa de Gulliman. Sus dedos se movieron sobre la máquina, perforando una tarjeta con la pregunta: "Multivac, ¿qué es lo que deseas más que nada en el mundo?"
El intervalo de tiempo que transcurrió entre la pregunta y la respuesta pareció alargarse intolerablemente, pero ni Gulliman ni Othman se atrevieron a respirar.
Hubo un suave rumor metálico y la máquina expulsó una tarjeta. Era pequeña. Y sobre ella, con letra muy clara, aparecía la respuesta:
"Deseo morir."


Fuente:
Libro 30 días tenía Septiembre (Selección de Cuentos de Ciencia-Ficción)
Colección Minilibros Quimantu- 1973

2 comentarios:

  1. Una especie de oráculo de Delfos, donde la posibilidad de la hybris se conoce y castiga de antemano...qué miedo! Habría hecho las delicias del panóptico de Bentham, sobre el que leeremos el "Vigilar y castigar". Pena de final: no entiendo por qué la maquina puede/quiere decidir morir; esa voluntad de muerte me parece un poco traida por los pelos.

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  2. En efecto, es un relato que da miedo. En esta sociedad tecnologizada, encontramos un nuevo dios, igualmente omnisciente y justo. Que determina nuestras vidas condicionando los actos debido a su capacidad de castigar. Pero que "calma" nuestras angustias permitiendo un mundo tranquilo.
    No me gusta esta sociedad, como no me gustaba la que reflejaba "1984" o "Un mundo feliz" Pero el deseo de un dios que nos proteja de todo mal, que nos guíe por el buen camino aunque a la vez nos castigue (un pequeño daño colateral), es un deseo bien arraigado en esta sociedad.
    El final en cambio me devuelve esperanza. El deseo de muerte en este caso la percibo como un deseo de Multivac de no seguir siendo ese dios. De no desear ejercer ese rol. Desea liberarse. Ysu muerte sería liberador para la sociedad. Es un final esperanzador y positivo.
    Veamos, por otra parte, qué descubrimos cuando leamos "Vigilar y castigar".

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